Resulta evidente que la escultura ha sido la última de las disciplinas artísticas
del siglo XIX en revisarse de forma crítica en el mundo occidental, tal como advierte
Carlos Reyero,1 hecho que comporta la necesidad de seguir trabajando historiográficamente en dicho
ámbito, sobre todo en lo que atañe a su categorización y teorización. La escultura
de carácter público y monumental adolece más, si cabe, dicha limitación. Para su estudio,
resulta imprescindible valorarla en su relación con las academias de bellas artes,
ya que tanto como ente consultivo como educativo, éstas acompañaron y marcaron el
desarrollo de la escultura pública a lo largo del siglo XIX. El presente artículo
se ocupa de ahondar en el vínculo entre academia y escultura pública, y parte de un
caso concreto pero paradigmático, el de la Barcelona de finales del ochocientos. Se
explora un tema prácticamente inédito, que puede contribuir a la comprensión de la
evolución de las corrientes estéticas que imperaron en la disciplina hacia 1900, un
momento clave para la construcción del lenguaje del modernismo catalán y del art nouveau internacional,2 y en el que la escultura catalana llegó a su apogeo, al ser la zona peninsular que
más influencia ejerció en el contexto estatal e internacional.
La escultura es, sin duda, la disciplina artística menos estudiada del modernismo,
y el conocimiento que de ésta disponemos en la actualidad es mucho más limitado que
el que tenemos de la arquitectura o la pintura del periodo. El hecho de que el modernismo
recibiera inspiración internacional es un lugar común en la historiografía sobre esta
etapa. Sin embargo, todavía no se ha analizado con detalle si dicha inspiración pudo
transmitirse en el ambiente oficial de la Academia o de la Escuela de Bellas Artes
de Barcelona.3 El objetivo principal del artículo es ahondar en este aspecto desde la teoría, tratando
a su vez de proporcionar claves que sustenten una idea renovada de la Academia como
institución, contribuyendo a la relectura que, del mundo de las academias y de sus
preceptos ideológicos, se efectúa en la actualidad.
El presente artículo empieza por tratar el papel que la estatuaria pública y monumental
ejerció en la configuración de la nueva imagen de la ciudad, y se señala la importancia
de 1888 como fecha simbólica clave en la presencia de este tipo de escultura a raíz
de la celebración de la Exposición Universal de Barcelona, además de punto de partida
del modernismo en el ámbito cultural. A continuación, se ofrece un breve estado de
la cuestión sobre la escultura en la época del modernismo, para reflexionar posteriormente
en torno a la evolución de los paradigmas estilísticos y la variedad de categorías
que de forma convencional se emplean para clasificarla, en el momento de la consolidación
del lenguaje estético modernista. Por último, se propone una reflexión en torno a
las interrelaciones entre la escultura catalana del momento y las ideas defendidas
en los discursos de los miembros de la Academia de Bellas Artes de la Ciudad Condal.
Ciudad y escultura pública
En la actualidad se antoja imposible separar la historia del arte de la de la ciudad,
es decir, el hecho estético del factor social,4 por lo cual al analizar las imágenes de la ciudad que propone el artista por medio
de sus obras, estaremos también explorando las diferentes miradas que acaban por configurar
una determinada imagen de la propia historia.5 Se trata, por tanto, de una pluralidad de visiones interdependientes, que da lugar
al establecimiento de una multiplicidad de aspectos de la misma ciudad. Éstos, a su
vez, son producto del momento histórico. En este sentido, hay que tener en cuenta
un hecho fundamental: el desarrollo y el auge de la escultura pública y monumental
de finales del siglo XIX se encuentran intrínsecamente ligados a las transformaciones
históricas y urbanísticas que se están produciendo en buena parte de las ciudades
europeas y americanas. Ya sea en París, con el Plan Haussmann; en Viena, con la construcción
del Ring; en la Ciudad de México, con el Paseo de la Reforma, en Buenos Aires, con
el Barrio Norte y la Recoleta; o en Barcelona, con el derribo de las murallas y la
aplicación del Plan Cerdà, lo que empieza a emerger es el nuevo concepto de metrópoli.
Benedetto Gravagnuolo afirma con razón:
La lógica de los embellessiments, dirigida a intervenciones puntuales de recalificación de los tejidos urbanos, y la
estrategia de la ciudad-servicio, fundada sobre la equilibrada difusión de las instituciones
públicas, son sustituidas por la moderna idea de metrópoli, entendida como máquina
urbana en la que la red de infraestructuras (de las calles y de los equipamientos)
asume una inédita preeminencia jerárquica. La arquitectura queda férreamente subordinada
al dominio del trazado viario; los propios monumentos del pasado, elegidos como puntos
focales de aislados objets trouvés, reciclados como signos visuales en un paisaje metropolitano radicalmente renovado.6
El objetivo será, por tanto, el de embellecer los nuevos espacios urbanos con esculturas
y monumentos que consigan reflejar las relaciones entre los propios habitantes, y
entre éstos y el poder, evidenciando -para volver a la idea inicial-, que la historia
de la ciudad es también la historia de su espacio público.7 Los vínculos entre la estatua y la ciudad, sin embargo, se conforman a partir de
una doble vertiente: la escultura no sólo contribuye a formar entre los ciudadanos
una determinada conciencia, sino que ésta proyecta asimismo una imagen determinada
hacia el exterior.8 En este sentido, en Cataluña se hace patente la voluntad de mostrar los ideales nacionalistas
que alimentan el espíritu y la política del momento; de ahí que la ciudad se orne
con un repertorio de monumentos paradigmáticos del presente y del pasado de la cultura
y de la historia catalanas. Resulta significativo que el auge de la escultura conmemorativa
se iniciase en 1888 con la inauguración de la Exposición Universal, cuando se consolida
la recuperación para la ciudadanía del Parque de la Ciutadella y se monumentaliza
la zona a fin de proyectar la imagen de una Barcelona esperanzada, renovadora y cosmopolita
en el ámbito internacional. Es en este marco topográfico donde encontramos la cascada
del Parque, el monumento a Cristóbal Colón, el Arco del Triunfo y las figuras escultóricas
que adornan el Salón de San Juan, también conocidas como la Galería de Catalanes ilustres,
un conjunto de ocho esculturas exentas que representan personajes relevantes de la
historia nacional: entre ellos, el conde Guifré el Pilós (840-897), el monarca Ramon
Berenguer I (1035-1076), el militar Roger de Llúria (1245-1305) o el pintor y profesor
de arte Antoni Viladomat (1678-1755). Se trata, en definitiva, de glorificar el pasado
para poder potenciar el esplendor del presente, y señalar, al mismo tiempo, el camino
del porvenir. Evidentemente, esta actitud implica, como ya señala Carlos Reyero, el
deseo de plasmar una realidad inmanente, originada en la memoria y en el sentimiento
colectivos.9 Ya en el mismo 1888 encontramos toda una declaración de principios en el artículo
firmado por Joan Barta en La Ilustración Catalana, quien afirma que:
La idea de adornar la ciudad con monumentos y estatuas, cuando están destinados a
recordar hechos o tiempos de interés para la localidad, es muy acertado y digno de
elogio. [...] Así, al mismo tiempo que Barcelona demuestra que sabe continuar, y de
qué manera, el movimiento artístico, literario y científico del presente siglo, con
las obras motivo de este artículo, demuestra a los barceloneses que si hoy se halla
en cabeza del progreso nacional, también se lo debe [este éxito] a los hombres que
en épocas lejanas iluminaron o empujaron nuestra nación catalana, contribuyendo a
formar el carácter de nuestro pueblo, apto para todos los progresos y fuerte para
todas las empresas.10
Historiografía de la escultura catalana de la época del modernismo (1888-1905). Fuentes
existentes y limitaciones
El interés en la escultura catalana y española de finales del XIX y principios del
XX ha crecido significativamente en las dos últimas décadas. Sin embargo, son muchos
los escultores que permanecen inéditos a pesar de haber desarrollado carreras de gran
consistencia y haber jugado un papel esencial en el desarrollo de las artes en nuestro
país. La bibliografía existente hoy día en torno a la escultura catalana del momento
que nos interesa, aunque ha aumentado últimamente, es todavía demasiado sistematizadora
y poco integradora, cataloga y recupera pero tiende menos a contextualizar y valorar
de manera analítica. Además de las monografías específicas, reducidas a un número
poco elevado de artífices, han aparecido, desde la década de los setenta, varios libros
generales sobre la disciplina en el siglo XIX y principios del XX, de los cuales daremos
razón brevemente aquí. El ya citado Carlos Reyero, junto a Mireia Freixa, fue el responsable
de la parte dedicada a escultura de Pintura y escultura en España, 1800-1910,11 en el cual se agrupaban las obras de numerosos artistas decimonónicos de forma coherente
y razonada. La voluntad de la obra era presentar una visión integradora de esta parte
de la historia del arte de nuestro país, aunque, debido a su amplio abasto y límites
de extensión, el espacio dedicado a la escultura es reducido. Lo mismo sucede con
los capítulos sobre el arte español del siglo XIX aparecidos en enciclopedias, desde
la participación pionera de Juan Antonio Gaya Nuño, o la de María Elena Gómez Moreno;12 fenómeno que se repite en la sugerente Historia de la pintura y la escultura del siglo XX en España de Valeriano Bozal.13
Existen pocas publicaciones específicas sobre escultura española moderna y contemporánea
que presenten un panorama general de la praxis de esta disciplina. Precisamente, el
ya mencionado Gaya Nuño fue el responsable de Escultura española contemporánea, una de las primeras referencias en dicho ámbito.14 Esta obra no está exenta de una visión de la historia del arte propia de los años
cincuenta, con una perspectiva ideológica y en detrimento del arte decimonónico. Aparecida
veinte años después, La escultura española contemporánea (1800-1978) de José María Marín-Medina15 adolece de una visión del arte hecha desde la primera persona, aunque con un rigor
y una amplitud que le permiten presentar un panorama mucho más completo de la escultura
del siglo XIX y principios del XX. Además, Marín-Medina divide a los artífices de
la Península según sus orígenes geográficos, y aborda a los catalanes por separado
en función de los estilos que desarrollan. Es también uno de los primeros en establecer
categorías en la escultura española reciente, pese a que la atribución de ciertos
escultores a alguna de ellas se revisó posteriormente.
Otra referencia relevante en el campo que nos ocupa es el catálogo de la exposición
Escultura en España, 1900-1936: un nuevo ideal figurativo,16 obra acotada a la producción escultórica del siglo xx previa a la guerra civil. Resulta
interesante constatar cómo ahí el interés se centra particularmente en los escultores
catalanes, pese a tener un enfoque estatal. También se evidencia una mayor presencia
de los escultores en activo a partir de 1910, dejando de lado así a los que estaban
relacionados con el modernismo.
En lo tocante a la bibliografía sobre escultura catalana de la época que nos ocupa,
empezaremos por indicar que no existe ninguna referencia que aborde únicamente la
escultura modernista, más allá del apartado dedicado a ésta en el volumen consagrado
a las artes tridimensionales de la obra El modernisme.17 Sin embargo, sí tenemos a nuestra disposición varias publicaciones que tratan la
escultura catalana de los siglos XIX y XX. Aquí se hace imprescindible destacar la
labor realizada por José Manuel Infiesta, quien ha promovido sendas publicaciones
homónimas, Un siglo de escultura catalana, aparecidas en 1975 y 2013, respectivamente.18 Ambas se ocupan de escultores figurativos catalanes desde finales del siglo XIX.
La primera de ellas tiene un carácter compilatorio y muy poco analítico, aunque incluye
escultores prácticamente inéditos y está bien ilustrada. También cuenta con transcripciones
de entrevistas hechas a los artífices, un testimonio directo que, como es evidente,
aporta valor a la obra. La segunda es en realidad el catálogo de una exposición, centrada
en la escultura figurativa del siglo XX, pero que trata de contextualizar sus orígenes
en el XIX e incluye a jóvenes escultores actuales, cuya obra se enraiza en la tradición.
Una aportación de esta publicación de 2013 es el intento de categorizar la escultura
figurativa catalana de después de la guerra civil, un campo en el que hay todavía
poco trabajo hecho.
Para la comprensión de la escultura catalana de 1900, disponemos de otras tres fuentes
bibliográficas fundamentales. Por una parte, la obra de Judith Subirachs, L'escultura del segle XIX a Catalunya: del romanticisme al realisme19 en la cual la autora cruza una historia de la disciplina con estudios breves, pero
interesantes, de escultores decimonónicos concretos. Esta obra tiene el valor de tratar
con rigor tanto aspectos como artífices inéditos de la escultura del momento. Como
fruto de una exposición de 1989 apareció Escultura catalana del segle XIX de Santiago Alcolea y Josep Termes,20 con una antología de imágenes en color y bien documentada. Finalmente, queremos destacar
Estatuaria pública de Barcelona, de Manuel García-Martín, publicada en tres volúmenes. Aparecida en un momento en
el que el conocimiento en dicho ámbito era parcial y poco científico, García-Martín
recogió mucha de la escultura pública de la ciudad de apogeo en su momento en torno
a 1900,21 y formuló hipótesis sobre autorías e iconografía que han sido, en su mayor parte,
corroboradas posteriormente.
De los diversos diccionarios biográficos de artistas surgidos a lo largo del siglo
pasado en España, es necesario destacar L'escultura catalana moderna, de Feliu Elias (1926, 1928).22 Elias consagró el primer volumen de su obra a presentar un panorama reciente sobre
la evolución de la escultura en Cataluña, mientras en el segundo se centró en las
biografías de artistas. Al aparecer a finales de la década de 1920, el autor prestó
un mayor interés a aquellos artífices que casaban con el gusto del momento, tanto
modernistas como novecentista.
El hecho de que, en los últimos años, se hayan defendido tesis doctorales consagradas
a la escultura catalana en torno a 1900 evidencia que el interés científico en torno
al tema sigue creciendo. La tesis de Natàlia Esquinas sobre Josep Clarà y la de Lídia
Català sobre Josep Campeny Santamaría son dos claros ejemplos de esta dinámica.23
De entre las fuentes que se ocupan de la escultura conmemorativa sita en espacios
públicos destaca Historia y política a través de la escultura pública: 1820-1920, de Marí Carmen Lacarra y Cristina Giménez, obra que cuenta con un apartado específico
consagrado al ámbito catalán; o La escultura conmemorativa en España (1820-1914) de Carlos Reyero.24 Podríamos añadir Monumento conmemorativo y espacio público en Iberoamérica de Rodrigo Gutiérrez Viñuales,25 un proyecto en el que el autor se interesa por la escultura conmemorativa ubicada
en América Latina, e incorpora a su vez a los escultores catalanes que trabajaron
en el continente, muchos de los cuales lo hicieron durante los centenarios de independencia
de aquellos países y, por tanto, en fechas cercanas a 1900.
Por otra parte, en lo que atañe específicamente a Cataluña y Barcelona, Art Públic de Barcelona, aparecido en 2009 y magníficamente ilustrado, supera otros libros anteriores, como
Monuments de Barcelona.26 Además, la iniciativa de Art Públic cuenta asimismo con una página web con contenidos actualizados en castellano e inglés
que se revisan y aumentan periódicamente.27
Debemos mencionar también las aportaciones realizadas en torno a los gremios y sus
implicaciones en las profesiones de la escultura, que suponen un campo de estudio
muy interesante para comprender los procesos en los que se basa la evolución posterior
del tema en los siglos XIX y XX. Destacaremos, como trabajos interesantes en este
ámbito, la tesis doctoral de M. Lluïsa Rodríguez, "El Gremi d'escultors de Barcelona
a l'últim quart del segle XVIII (1785-1800)", que incide en los contactos entre gremio
y Academia; o Los gremios barceloneses del siglo XVIII: la estructura corporativa ante el comienzo
de la revolución industrial, de Pere Molas Ribalta (1970).28
Asimismo, la bibliografía sobre las academias de bellas artes ha ido creciendo en
los últimos años, a medida que renace el interés por revisar la visión monolítica
ejercida sobre estas instituciones desde principios de siglo XX,29 especialmente en lo tocante a la docencia impartida desde éstas. El reciente congreso
del Comité Español de Historiadores del Arte, celebrado en Santander en 2016 y dedicado
íntegramente a la cuestión de la formación, es un claro ejemplo del nuevo interés
sobre este tema en el ámbito español.30
En lo tocante a las relaciones entre escultura y academia, cabe mencionar primero
los catálogos de las colecciones de escultura de las academias de la Península. Así,
los trabajos de Leticia Azcue, desde su tesis doctoral (1991) hasta publicaciones
posteriores, como La escultura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Catálogo y estudio revisten gran interés para el conoci miento del caso madrileño.31 Para el barcelonés, véase el breve, pero sugerente trabajo de Salvador Moreno, La escultura en la Casa Lonja de Barcelona. Neoclasicismo y romanticismo académico y el más reciente y elaborado compendio de Pilar Vélez, Catàleg del Museu de Llotja. Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi.
II-Escultura i medalles32. Otra información sobre la escultura en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona se
puede encontrar en obras dedicadas a la docencia en el centro, como Dos siglos de enseñanza artística en el principado, de Frederic Marès, o el estudio de Cristina Rodríguez Samaniego, centrado en la docencia
de la escultura, "La educación artística en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona
durante el siglo XIX. El caso de la escultura".33 Realizado por la misma autora, aunque con un claro énfasis en la escultura académica
de la primera mitad del siglo XIX, La imatge de l'Heroi a l'escultura catalana (1800-1850) presenta reflexiones que nos permiten establecer paralelismos con la producción escultórica
finisecular.34 Por último, el estudio Acadèmia i art, de Irene Gras y Mireia Freixa, aborda cuestiones relacionadas con la escultura y
su vínculo con la academia de Barcelona, destacan sus reflexiones en torno a los maestros
de vaciar yeso, y a ciertos artífices casi inéditos como los hermanos Vallmitjana
y los Oslé.35
Escultura en la Academia y academia en la escultura
La Academia Provincial de Bellas Artes de Barcelona jugó un papel interesante en la
génesis y en la articulación de la nueva imagen de la ciudad que se produjo durante
la segunda mitad del siglo XIX y que se proyectó, en términos escultóricos, con motivo
de la Exposición Universal de 1888. La Academia quedó instaurada en 1849, en virtud
del Real Decreto del 31 de octubre de aquel año. Tardía en el contexto de España -sobre
todo, si tenemos en cuenta el volumen demográfico de la ciudad y su situación económica-,
sustituyó a la Junta Particular de Comercio en el control de la Escuela de Bellas
Artes, que ésta había puesto en funcionamiento en enero de 1775.36 El cambio tuvo consecuencias sustanciales para la Escuela, ya que vio reorganizados
y modernizados desde su estructura hasta los reglamentos y programas docentes.37
En el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX, la importancia estratégica de
la Academia en el contexto artístico de la ciudad y de su área de influencia fue muy
alta. Por un lado, velaba por el buen funcionamiento de la Escuela y tomaba parte
en las decisiones relativas a éste, a las relaciones externas e internas, al profesorado
y alumnado. La Escuela era la única oficial y pública en Barcelona y, aunque existieran
centros alternativos, éstos no pudieron compararse a ella ni por cantidad de estudiantes
ni por trayectoria.38 Por el otro, era un órgano consultivo en temas artísticos, y de gran relevancia.
Como es sabido, los académicos formaban parte de comisiones dedicadas a juzgar la
idoneidad de las obras artísticas de carácter público que se tenían que llevar a cabo
en la ciudad y cercanías. Si procedía, la Comisión dictaminaba la aprobación del proyecto
o si requería que se hicieran modificaciones, recaía en la Academia la decisión final.
Para efectos prácticos, el hecho se traducía en que ésta autorizaba y supervisaba
la realización de obras en la ciudad y provincia, desde edificaciones hasta decoraciones
escultóricas, pasando por trazado de calles y plazas y la ejecución de pinturas ornamentales,
aunque los proyectos de envergadura a menudo se sometían a comisiones de la Academia
de San Fernando en Madrid. Para el caso concreto que nos ocupa, los dictámenes relativos
a las obras escultóricas en el espacio de la Exposición Universal de 1888 revisten
gran interés.
Así pues, la Academia, gracias a sus atribuciones, ejercía su influencia sobre el
universo artístico de Barcelona, integraba en su cuerpo docente a artistas destacados,
formaba a las nuevas generaciones que anhelaban un diploma oficial, y enmarcaba la
producción artística. En vísperas de la eclosión del modernismo, la Academia aún poseía
estas prerrogativas, que no perdería del todo hasta la reforma que sufrieron la Escuela
y la Academia en 1900, que desembocó en la separación oficial entre las dos entidades.39 Este hecho favoreció el declive posterior de la Academia, el cual quedó limitado
a órgano consultivo con cada vez menos fuerza y trascendencia.40
Sin embargo, durante los primeros años del siglo XX, la separación se estaba todavía
consolidando, y la injerencia de la Academia en la Escuela era un hecho, que ponían
de manifiesto, entre otras cosas, la financiación por parte de la primera de los premios
y bolsas de la Escuela.
Entre los nuevos retos de la historiografía del arte actual se encuentra el de releer
y repensar las academias como instituciones y el academicismo como concepto. Huelga
recordar como, desde mediados del siglo XX, el adjetivo "académico" a menudo se empleaba
como sinónimo de mecánico, repetitivo. El arte académico era, por tanto, el que se
producía siguiendo los preceptos de una institución de este tipo y se hacía respondiendo
unos criterios objetivos, uniformes y sin aportar innovación ni formal ni estética.
A grandes rasgos, se solía denominar académica a la escultura que seguía los patrones
formales neoclásicos, aunque ya no mantuviera la vocación ética propia de la época
ilustrada que vio nacer el movimiento. A partir de las décadas de los setenta y ochenta,
cuando la historia del arte comenzó a entenderse no sólo como historia del objeto,
sino también como historia de las ideas teóricas y culturales, se consolidó el modo
de presentar la evolución con base en oposiciones. Esto generó lecturas nuevas sustentadas
en teorías de la representación, la autoridad cultural y el significado visual.41 El proceso de revisión de las academias y del academicismo continúa hoy día siguiendo
la línea iniciada por Nikolaus Pevsner.42
Conforme profundizamos en el estudio de la academia y de la Escuela de Bellas Artes
de Barcelona y analizamos sus artífices, nos damos cuenta de que la visión que consideraba
el mundo académico como inmóvil y único no se sostiene.43 Lo que hay que revisar es, precisamente, la idea de que en la academia sólo impera
un único posicionamiento, reaccionario ante la novedad y las tendencias que tratan
de transformar el arte y la cultura del momento. Es necesario, pues, ir más allá de
las tradicionales generalizaciones y tener en cuenta una realidad más compleja, la
cual puede manifestarse en la trayectoria de los propios artistas.
De hecho, uno de los elementos que mejor nos ayudan a defender esta teoría son los
discursos, efectuados por los académicos y posteriormente impresos para su publicación,
hechos con motivo de aceptación de cargos, inauguración de cursos escolares o como
consejo a alumnos premiados con bolsas de viaje. Éste es un material poco explorado.44 Como tipología literaria, los discursos se empezaron a generalizar en las academias
de arte durante el siglo XVIII. En el aspecto formal, en el caso de Barcelona, se
trata de un texto más bien corto -de extensión máxima de cuarenta páginas-, escrito
siempre en primera persona y fundamentalmente dirigido a un público muy concreto,
en el caso que nos ocupa, a los alumnos y al claustro de profesores. Cabe añadir que
los discursos se publicaban, o bien de manera independiente, o bien se incluían en
las actas de las sesiones públicas.45
Lo que ponen de manifiesto los discursos del cambio de siglo es que, en el seno de
la Academia y de la Escuela, las posiciones de sus miembros eran ricas y variadas.
Lejos de presentar una mirada uniforme del arte y de su práctica, las voces que se
alzan lo hacen desde diferentes puntos de vista, con opiniones diversas sobre el presente
y el futuro de las artes en Cataluña y, lo que es aún más interesante, sobre la escultura
en la ciudad. En última instancia, este material permite cuestionar la idea de que
la Academia fue impermeable al modernismo y a otras corrientes innovadoras que aparecieron
en la Cataluña de finales del siglo XIX y principios del XX. Como veremos a continuación,
el estudio de estas fuentes evidencia que en la Academia existió un interés por las
propuestas estéticas más innovadoras procedentes de Europa, como por ejemplo el simbolismo,
corriente que, como veremos, terminó caracterizando parte de la práctica artística
del modernismo catalán, y que se manifestó también en la escultura del momento sita
en el espacio público. Dicho interés, dentro del ámbito académico, se tradujo en diversos
discursos que muestran, por un lado, la adhesión a determinados valores propugnados
por dicha corriente idealista-simbolista -pese a considerarlos e interpretarlos desde
un punto de vista más bien conservador- y, por otro, la recuperación de los ideales
románticos nazarenos, innegablemente relacionados con el idealismo finisecular.
De entre los discursos formulados por académicos profesores en la Barcelona de la
época que nos ocupa, hay tan sólo el de un escultor, Pere Carbonell i Huguet (1855-1927),
hecho en 1905.46 Sin embargo, debemos recordar que el alcance de los discursos entonces no solía limitarse
a una disciplina o a un aspecto en concreto, sino que tenía la vocación de ser transversal
y universal. Como hemos mencionado con anterioridad, se trata de fuentes prácticamente
inéditas, que nos permiten explorar bajo prismas nuevos la escultura del momento.
Nos hemos centrado en los profesores académicos únicamente por la incidencia directa
de su pensamiento en la formación de los nuevos artistas y por su singular injerencia
en la praxis artística de la época. A conti nuación, proponemos una reflexión en torno
a la escultura catalana, en la que se interrelacionan proyectos concretos y discursos
académicos, en el marco de construcción del lenguaje estilístico del modernismo.
La configuración de la escultura modernista catalana (1888-1910) y su relación con
los discursos académicos
Modernismo y simbolismo: análisis de conceptos
La denominación y caracterización de las propuestas escultóricas de finales del siglo
XIX y comienzos del XX supone cierta problemática, y es sin duda una cuestión que
merece una atención especial en el presente artículo, dado el tema que nos ocupa.
La falta de precisión y la indefinición en este campo no son sólo propias del caso
catalán, aunque quizá sea en éste en el que supone más dificultades, debido al volumen
y la relevancia de su producción, una cuestión sobre la que ya han alertado varios
expertos.47 Evidentemente, como señalara Judith Subirachs, cuando decidimos estudiar las manifestaciones
artísticas o culturales de un periodo concreto, lo que nos encontramos no es una sucesión
de estilos sino una yuxtaposición de tendencias,48 a pesar de que, por supuesto, unas puedan predominar temporalmente sobre otras. En
este sentido, el conjunto de esculturas presentado en la Exposición de 1888 es significativo,
porque en su programa escultórico convive un realismo a veces de carácter anecdótico,
con otros proyectos, ya impregnados de idealismo simbolista; un reflejo de la diversidad
inherente a la escultura de la época.
La reflexión teórica en torno a la corriente simbolista propiamente dicha, aludida
con estos términos exactos, no se consolida sino hasta ya entrado el siglo XX. Y resulta
de especial interés aquí, atendiendo al hecho de que el simbolismo fue una tendencia
clave en la consolidación del modernismo catalán, como han apuntado varios expertos.49
Cabe señalar que el modernismo propiamente dicho debe entenderse como un movimiento
amplio que aspiraba a la renovación de todas las manifestaciones de la cultura catalana;
no únicamente como una "estética" determinada o un "estilo". Desde ese punto de vista,
hablaríamos del modernismo como "actitud" o "ideología", caracterizada por un afán
de cosmopolitismo, de transgresión y de novedad, por una parte, pero también de la
voluntad de recuperar las raíces originales catalanas, y, por tanto, de reafirmación
de la propia identidad nacional.50 Concebido como movimiento artístico-literario, el modernismo reuniría en su seno
todas aquellas manifestaciones estéticas que contribuyeran así a la transformación
de la cultura,51 sin identificarse, en principio, con una de ellas en concreto.52 De tal modo que, si bien es cierto que el modernismo aspira a "la construcción de
una sociedad catalana con conciencia propia, que se ha de diferenciar de la tradición
castellana para reafirmar la propia identidad como pueblo y como pueblo europeo, inmerso
en la modernidad social y artística", se deben distinguir en él dos tipos de actitudes:
"una regeneradora, más estrictamente militante o social y políticamente preocupada,
y una decadentista o simbolista que centra su revuelta en el desarrollo de una nueva
estética subversiva".53 Sin embargo, durante la última década del siglo XIX, el modernismo llegó a identificarse
con una de esas tendencias en concreto, la idealista-simbolista, y dio origen a una
confusión que se prolongaría durante muchos años.54
El ámbito de la escultura no pudo escapar de dicha confusión. Por ese motivo, Alexandre
Cirici Pellicer nos dice que el modernismo escultórico "consiste en una fase de influencia
de Rodin, por una parte, y por otra, del cultivo de las formas fundidas, las actitudes
extáticas, los cuerpos delgados, casi enfermizos, con frecuencia los ojos cerrados,
los cabellos huecos".55
Hay que añadir que Cirici contrapone este nuevo estilo, "lírico" y "elegante", al
"formalismo" del arte "académico", y reconoce sin embargo que un mismo artista podía
cultivar ambas soluciones a lo largo de su trayectoria artística. Otro aspecto a considerar
es el hecho de que, dentro del mismo modernismo, el autor distingue dos vertientes:
la llamada "ala blanca" y el "ala negra". Si la primera sería característica de un
simbolismo de carácter más idealista (cultivada por Miquel Blay, Enric Clarasó o Josep
Limona) la segunda constituiría una "faceta negra, la tendencia a sumirse en la miseria
de la concreción humana para solidarizarse con el dolor de la vida realmente tangible",
más propia de un escultor como Carles Mani.56 Sea como fuere, es importante tener en cuenta algo que resultó clave en el impulso
de las ansias de renovación estética en el ámbito escultórico: la influencia de Aguste
Rodin (1840-1917). A pesar de que éste ya hacía tiempo que se conocía en Cataluña
a través de artículos y reproducciones de su obra en publicaciones periódicas, la
retrospectiva dedicada a Rodin en París en 1900 supuso un punto de inflexión en el
conocimiento y la posterior introducción de las fórmulas más innovadoras en el ámbito
catalán, aunque en Francia el simbolismo ya se encontrara en pleno declive. Sin esta
influencia es imposible entender Eva (1904) de Clarasó, Extasis de Josep Clara (1878-1958)57 o el Desconsuelo (original de 1903, colocación 1917) de Llimona. No obstante hay que recordar que
durante el mismo periodo pervivió el realismo de carácter anecdótico, tal como nos
muestran las obras de Josep Montserrat (1860-1923) o Joan Piqué (1877-1924), entre
tantos otros.
Con todo ello hay que señalar lo siguiente: si bien es cierto que en el modernismo
existían diversas tendencias estéticas y que, por tanto, resulta erróneo identificarlo
exclusivamente con una de ellas en particular, es importante reconocer que la corriente
idealista-simbolista predominó por encima de las demás. Y no sólo eso, sino que fue
en ésta donde se perpetraron las fórmulas consideradas más experimentales.58 Por este motivo es necesario profundizar un poco más en ella. Durante el proceso
de penetración en Cataluña del simbolismo, 1891 fue un año especialmente significativo.
En la Exposición General de Bellas Artes de Barcelona pudo constatarse la presencia
del idealismo artístico.59 Es también en 1891 cuando tuvo lugar la segunda exposición, en la Sala Parés de la
Ciudad Condal, de las obras de Ramon Casas, Santiago Rusiñol y Enric Clarasó, en la
que, según el crítico Raimon Casellas, se podía percibir un arte surgido de la "emoción",
un arte "sugestivo", que partía de la realidad para mostrar lo que el artista sentía
con mayor "intensidad".60 En el certamen Clarasó presentó la obra Oración, en la que representa a una joven que prefigura en su rostro la introspección que
caracterizará algunas de sus obras más simbolistas. Sólo unos años después realizaría
Poncella rota, que el mismo Casellas describiría con estas ilustrativas palabras: [a través de esta
obra del artista] "ha llegado, tal vez inconsciente, a un más allá de inesperada trascendencia
[...] ha logrado remontarse la voluntad a fénomenos psíquicos de la misma derivados
para crear como un símbolo enfermizo y febril de nuestra alma contemporánea".61
Sin duda nos encontramos ya en las puertas del simbolismo, corriente que irrumpiría
de manera oficial y definitiva en septiembre de 1893, durante la celebración de la
Segunda de las Fiestas Modernistas en Sitges. Sin embargo, en el ámbito específicamente
escultórico, los estudios más bien hablan de "idealismo" a la hora de designar determinadas
obras de este periodo de finales de siglo, y al destacar que las renovaciones en la
escultura, materializadas en la adopción de una estética y de unos motivos plenamente
simbolistas, llegaron más tarde que en el campo pictórico.62 Durante estos años se mantuvieron las fórmulas más tradicionales relacionadas con
el realismo de carácter anecdótico, pero varios autores se encaminaron mediante determinadas
obras hacia un idealismo sugerente y moralizante. Es sobradamente conocido el papel
ejercido por el Cercle Artístic de Sant Lluc en la configuración de este estilo,63 aunque quizá no lo es tanto el que jugó la Academia de Barcelona.
El romanticismo nazareno en los discursos de la Academia y su incidencia en el idealismo
finisecular
Dados los lazos establecidos entre el movimiento romántico y la tendencia idealista-simbolista,
fruto de la significativa influencia que el primero ejerció sobre la segunda, resulta
de gran importancia sopesar la revalorización de los ideales románticos por parte
de la Academia.64 De hecho, cuando tiene lugar esta recuperación, en Cataluña ya hacía algunos años
que comenzaba a arraigar la corriente idealista dentro del panorama de las artes plásticas.
Será Felip Bertran i d'Amat (1835-1911) quien, en el discurso Del origen y doctrinas de la escuela romántica y de la participación que tuvieron
en el adelantamiento de las bellas artes en esta capital los señores D. Manuel y D.
Pablo Milá i Fontanals y D. Claudio Lorenzale, defendido el 12 de abril de 1891, pondrá de manifiesto dicho interés por el romanticismo,
en una clave modernizada y en el contexto de la concreción del lenguaje estético del
modernismo.65
Como se evidencia en el mismo título, el discurso se origina a partir de la conmemoración
que la Academia dedica a la memoria de tres de sus miembros más distinguidos del periodo
romántico: Pau Milà i Fontanals (1810-1883), Manuel Milà i Fontanals (1818-1884) y
Claudio Lorenzale (1815-1889). Por tanto, en un primer momento, se plantea como triple
necrológica. Sin embargo, Bertran enseguida pone de relieve el vínculo que une a estas
tres figuras: el hecho de haberse convertido en herederos de las doctrinas del primer
romanticismo. Por este motivo, antes de hablar extensamente sobre la vida y la obra
de los académicos mencionados, Bertran divide en dos partes su discurso y convierte
la primera en un cuidadoso estudio dedicado al movimiento romántico, a fin de profundizar
en los procesos que dan lugar a su formación, determinar sus rasgos característicos
y, finalmente, llevar a cabo un seguimiento de su evolución. Hay que señalar que el
historiador presenta el romanticismo en calidad de corriente germánica y antifrancesa,
originada en buena parte como revuelta contra los preceptos neoclásicos, el barroquismo
y la pintura galante. Como reacción, pues, al espíritu francés de la Ilustración -utópico,
cosmopolita y no seguidor del cristianismo-, en Alemania se potencia la individualidad
nacional y el ideal cristiano, rasgos que constituyen los fundamentos de este primer
romanticismo. Tanto el presente discurso de Bertran, como el que pocos años más tarde
pronunciaría el obispo Josep Torras i Bages (1846-1916) se esfuerzan por destacar
este modelo de virtuosismo cristiano que tiene como ideales eternos el anhelo de justicia,
verdad y belleza, y que otorga al arte una finalidad claramente religiosa. Éste es,
de hecho, uno de los motivos principales de recuperación del primitivo romanticismo,
los valores sobre los que se sustenta y que defiende: la afirmación de la individualidad
nacional y, sobre todo, de la fe y de la moral cristianas. Es a partir de éstas que
tiene lugar el tránsito entre una religión de carácter materialista y otra más espiritual,
y se produce el apoyo hacia la subjetividad y la expresión del sentimiento en el arte.
Determinados el origen y los rasgos esenciales del movimiento romántico, Bertran hace
un recorrido por la extensión que alcanzó toda Europa y por tanto, por su evolución.
Y es a partir de este momento que el autor comienza a diferenciar tendencias. Aunque
se refiere al pensamiento de uno de sus herederos, el ya mencionado Manuel Milà i
Fontanals, Bertran distingue entre una corriente espiritualista y restauradora y otra
individualista y escéptica, que poco a poco deriva hacia una estética de "lo feo".
Dentro del primero, pues, sitúa al malogrado Wilhelm Heinrich Wackenroder (1773-1798),
a Johann Friedrich Overbeck (1789-1869) y su círculo (Cornelius, Schadow...), e, incluso,
a Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), de quien elogia la corrección en el dibujo
y la composición, y el cultivo de la pintura religiosa. Este último artista constituye
una excepción dentro del ámbito francés, ya que cuando el romanticismo llegó a Francia,
explica Bertran, se encontró con los derivados ideológicos de la revolución y la falta
de creencias religiosas, lo que, finalmente, acabó por desvirtuar sus fundamentos
más esenciales. Bertran critica así la ley del contraste y la ausencia de reglas,
lo que permite al artista inspirarse en todos los elementos de la naturaleza, incluso
en los más horribles y grotescos -de ahí la estética "de lo feo". Con relación a este
aspecto, denuncia también que esta visión del romanticismo no tenga en cuenta ni la
moral ni la religión cristianas, fundamentos esenciales del movimiento primitivo.
Bertran afirma, "podrá defenderse un arte indiferente, pagano ó materialista y hasta
concupiscente; lo que no podrá decirse es que semejante arte nazca del cristianismo".66
En posición similar sitúa a Théophile Gautier (1811-1872), a quien Bertran reprocha
el hecho de hablar de lirismo y de afán de pasión, así como de desarrollar libremente
todos los caprichos del pensamiento, sin seguir ninguna regla o conveniencia. Dentro
de la misma tendencia, el académico también sitúa la "fiebre ardorosa de desesperación
y la ira atea de Byron", así como el arte sensualista y colorista de Théodore Géricault
(1791-1824), Gustave Courbet (1819-1877), Jean-Léon Gérôme (1824-1904) y Eugène Delacroix
(1798-1863), "melenudos, extravagantes e infatuados". Estos artistas, seguidores de
las teorías de Victor Hugo, han llevado el arte a un exceso de dramatismo a fin de
alcanzar el "paroxismo de la pasión", a los sentimientos exasperados y a las "ideas
malsanas". Esta derivación del romanticismo original, que Bertran llama "neorromanticismo"
se encuentra sustentado sobre la base del escepticismo, del todo contrario a la moral
cristiana y, según el autor, ha ido corrompiendo el arte de los últimos años, como
lo muestran las manifestaciones artísticas de los "impresionistas" o de los "minoristas".
De esta manera observamos hasta qué punto considera que, en los límites de su evolución,
el movimiento habría terminado por desvirtuarse y enlazaría con determinadas tendencias
de finales de siglo.
En conclusión, es clara la aceptación, por parte de la Academia, de corrientes estéticas
vinculadas al romanticismo, al idealismo, y al simbolismo, pese a que determinadas
figuras, como el mismo Bertran o Torras i Bages, pusieran ciertos límites de carácter
moral y religioso a dicha aceptación. La vertiente del simbolismo que se propugnó
desde la Academia fue básicamente idealista, con un fuerte rasgo romántico y estrechamente
vinculada con lo nazareno.
Alumnos destacados de la escuela dependiente de la Academia de Bellas Artes de Barcelona
desarrollaron proyectos escultóricos cercanos a los principios defendidos por Bertran
y por Josep Maria Tamburini, cuyo discurso analizaremos a profundidad un poco más
adelante. En el seno de esta Escuela se formaron los grandes artífices del modernismo
escultórico educados en Bar celona. Un caso muy significativo es el de Josep Llimona
(1863-1934), artífice ineludible de la escultura simbolista, quien cursó sus estudios
en la institución entre 1875 y 1879. Del cincel de Llimona son los proyectos públicos
más conocidos del movimiento, como el Monumento al Dr. Robert (1902-1910) (Fig. 1) o Desconsuelo (original de 1903, colocación 1917). El sentimentalismo introspectivo, la emoción
contenida y el ritmo poético de sus obras públicas gozan de la misma intensidad que
la que hallamos en otras propuestas anteriores del autor, como Modestia (1891) y Primera comunión (1897). Curiosamente, Llimona compartió mentor con otro escultor modernista, el ya
mencionado Enric Clarasó (1857-1941), quien no dispone de demasiada obra sita en el
espacio público en torno a 1900, pero fue el responsable de joyas como Eva (1904), además de las comentadas anteriormente en este artículo. Llimona y Clarasó
se formaron junto al profesor de la Academia Joan Roig i Solé (1835-1918), quien impartió
la asignatura de Escultura brevemente, entre 1871 y 1877.67 Roig i Solé es recordado por su original estatua Dama del paraguas (1884), en la que propone una nueva forma de representar a la mujer contemporánea
en la escultura pública, lejos de patrones iconográficos convencionales, con una sensibilidad
afín al modernismo pese a su temprana cronología.
1.
Josep Llimona, detalle del monumento al Dr. Robert (1902-1910). Foto: Camille Hardy.
Otro de los egresados de la escuela que profesó una visión del simbolismo cercana
a la de Bertran es Eusebi Arnau (1863-1933), quien estudió en el centro entre 1878
y 1885, bajo la tutela de Agapit Vallmitjana i Berbany (1832-1905). Arnau es autor
de maravillas de la escultura art nouveau internacional, como las musas del Palau de la Música Catalana, pero también de otras
piezas menos célebres, en el espacio público. Es el caso de la delicada Devociones y leyendas (1901), conjunto de cuatro grupos de escultura aplicada a la fachada principal de
un edificio de Enric Sagnier o Las nuevas tecnologías (1905), figuras femeninas en relieve que cantan a la modernidad, en el céntrico edificio
que Domènech i Muntaner diseñó para la familia Lleó Morera, para mencionar sólo algunas
de sus esculturas consideradas modernistas (Fig. 2).
2.
Casa Lleó Morera, obra de Lluís Domènech i Montaner (1902), ubicada en Paseo de Gracia,
35, Barcelona. Detalle de una escultura alegórica de la fotografia, obra de Eusebi
Arnau, situada en el primer piso. Foto: Amadalvarez.
Al observar las composiciones de estos escultores, resulta evidente que su lectura
del simbolismo se realizó siempre desde la contención y que su visión no está exenta
de cierto conservadurismo, máxime en los proyectos destinados al espacio público.
Quizá puede apreciarse una mayor eclosión emotiva en la escultura funeraria, justificada
por la naturaleza de esta disciplina. Incluso en piezas tan contundentes en lo relativo
a la intensidad de su mensaje político como Rafael Casanova (1888) de Rossend Nobas (1849-1891), la importancia de lo ético es fundamental. Nobas,
alumno de la escuela de la Academia desde 1856 hasta 1860, que coincide con el inicio
de la docencia de Andreu Aleu (1832-1900), participó de las preocupaciones morales
que integraban la escultura española del siglo, que rebasaron la frontera de 1900,
y fueron fundamentales en la época modernista. El debate en torno a la ética y a la
moral en el arte vertebra también los discursos académicos, como veremos a continuación.
Moral y ética en el arte público
Resulta evidente que, entre las ideas más debatidas en la época, destaca la de la
conveniencia de la moralidad en el arte. Se trata de una discusión antigua, con una
gran capacidad de pervivencia, puesto que lo que plantea, en definitiva, es la adecuación
de la estética a la ética y, por tanto, es adaptable y flexible en función de los
contextos históricos y sociales. Son varios los autores que abogan por la necesidad
de la moralidad en el arte: lo hacen Tiberio Ávila (1843-1932) en su discurso de 1896,68 Antoni Rovira i Rabassa (1845-1919) en 189869 y General Guitart i Lostaló (1859-1926) en 1905.70 Sin embargo, ninguno de ellos desarrolla la idea como el ya citado escultor Pere
Carbonell. Deudor de Ruskin, Carbonell entiende que el arte de cada raza, de cada
pueblo, debe traducir exactamente su religión, clima, vida material y, sobre todo,
moral.71 Los griegos, a juicio del autor, fueron los primeros en conseguirlo en la escultura,
aunque todavía no lo hicieran dentro de la esfera cristiana.72 El programa iconográfico en la decoración escultórica de la Exposición de 1888 evidenció
el eco que estas ideas tenían, ya desde finales del siglo XIX, entre los artistas:
se hace evidente en la elección de temas, su enfoque nacional y su tratamiento neutro
y solemne.
La necesidad de que el arte y, en particular el arte público, fuera edificante y transmitiera
ejemplos dirigidos a la mejora y prosperidad sociales es muy característico del siglo
XIX y continúa hasta el primer tercio del XX. En los discursos, estas ideas también
se hicieron extensivas a la escultura aplicada y decorativa.
En términos generales, durante el periodo que nos ocupa, desde la Academia se abogaba
por la mesura el énfasis decorativo de la escultura aplicada, y del ornamento artístico
en general. El arquitecto Antoni Rovira i Rabassa (1845-1919) centró su discurso de
1898 en la decoración arquitectónica, que él consideraba uno de los medios de expresión
de la arquitectura, la primera y más importante de las artes, puesto que, a su juicio,
resumía a la perfección idea y naturaleza. Rovira consideraba que, a la hora de plantear
un edificio, después de concebirlo y darle forma plástica (procesos que él llamaba
"distribución" y "construcción", respectivamente), había que pensar en la decoración
y en el ornamento, entre los que establecía una distinción. La decoración consistiría
en elementos tales como ménsulas, arquivoltas, entre otros, que para Rovira son necesarios,
porque "da lugar en los detalles, á inagotable manantial de bellos e inspirados contor
nos, dependiendo del cuerpo que deben revestir, y al cual atenúan su pesadez y rudeza,
haciendo que sus formas sean más sensibles, atractivas y racionales, las cuales conspiran
todas al buen efecto, imprimiendo á la vez el sello característico, que patentiza
el final y destino utilitario del ser arquitectónico".73
El ornamento, que él entiende como escultura aplicada, no es indispensable y debe
utilizarse con mesura, sólo donde sea necesario compensar un exceso de superficies
planas. Es un recurso decorativo, independiente de la estructura, pero que a veces
la puede poner de manifiesto. Se trata de un accesorio, que toca a la parte material
de la arquitectura.74 Descubrimos un mismo énfasis en la necesidad de evitar la decoración superflua en
los discursos de otros académicos del momento, como el de General Guitart i Lostaló
(1859-1926).75 Una de las funciones de la decoración y del ornamento, según Rovira i Rabassa, es
la de revestir las formas sin esconder la estructura, para evitar enseñar la crudeza
excesiva del material.76 En este sentido, se aleja de lo que indicó al respecto Antoni Parera Saurina (1868-1946),
gran admirador de la arquitectura de raíz industrial procedente de Europa y que en
su discurso de 1906, dirigido a los alumnos becados, exhortó a conocer y a tratar
de superar.77 Parera defendía una decoración escultórica que se adaptara a la función del espacio
o elemento para el que estaba pensada, y que no fuera en detrimento de su practicidad.
Se trata de un planteamiento que puede sorprender por su modernidad.
Variedad de posturas y permeabilidad en la Academia
Las consideraciones de los académicos profesores en torno al estado actual de las
artes y del papel que en éstas debía jugar el artista son las que presentan posicionamientos
más interesantes para demostrar la riqueza de criterios que caracterizaba el mundo
académico en la Barcelona de 1900. En este sentido, vale la pena insistir en el rechazo
que muchos de ellos hicieron del convencionalismo en el arte y, en concreto, del peso
de la estética neoclásica en la escultura, incluso los más conservadores. Pere Carbonell,
por ejemplo, lamentaba la existencia de es culturas que se limitaban a copiar las
formas clásicas y, en especial, las que representaban desnudos femeninos de temática
mitológica. A su juicio, no eran más que formas vacías y abstractas que, además, desgraciadamente
sólo expresaban sensualidad.78 El ideario de Carbonell se acercaba al del propio obispo Torras i Bages -quien también
era académico-, tal y como ponen de manifiesto los propósitos que expuso este último
a su discurso de 1896.79 Efectivamente, Torras i Bages rehúye la estética de los contrarios, que permite la
mezcla de lo bello, virtuoso o sublime, con lo grotesco, vicioso o terrible... a la
vez que insiste en establecer "límites" en el disfrute estético, en el cultivo de
la imaginación y de la fantasía, y en la expresión de la subjetividad por parte del
artista. Sin embargo, cabría añadir que el obispo en realidad no criticaba los fundamentos
de la corriente simbolista -esto es, su anhelo de trascendencia, y la importancia
que confiere a la fantasía y a la expresión de los sentimientos-, sino que lo que
denunciaba eran sus excesos. De manera que, pese a su anhelo de reconducir la vida
artística hacia posiciones más moderadas, presididas por un espíritu sobrio y cristiano,
su postura no era radical.80
Un sector de los académicos que ejercían de profesores de la Escuela de Bellas Artes
en el periodo de construcción del modernismo se mostraba convencido de que el arte
de su momento estaba en decadencia. Encabezan esta postura el mismo Pere Carbonell
y Tiberio Ávila. Ambos coincidían en la defensa de una plástica que conjugara naturaleza
e idea de forma equilibrada y, como hemos visto ya, una temperatura moral y pedagógica
alta. Carbonell criticaba la falta de unidad del mundo en que vivía, y su exceso de
espíritu crítico, que, a su juicio, disgregaba y transformaba el pasado. Veía el arte
actual como plataforma para transmitir inquietudes y ya no convicciones. La escultura
que le rodeaba debía juzgarse desde el punto de vista psicológico, porque reflejaba
la inquietud atormentada de la actualidad, instintiva, sin el imperativo ético que,
según el autor, debería tener.81
Como docente de escultura, Carbonell inició su carrera en 1890, después de muchos
años entregado a su formación en la misma escuela (1868-1880) y fue discípulo de Aleu
y Roig i Solé. En 1905, cuando fue nombrado académico y leyó su discurso, tenía tras
de sí una carrera ya consolidada, creada en paralelo a la consolidación del modernismo,
de carácter idealista, pero sin participar directamente del simbolismo de raíz francesa.
Sin embargo, es responsable de algunas de las piezas esenciales del programa escultórico
de la Exposición de 1888, con obra en el Arco de triunfo (Fig. 3), el Monumento a Colón y el Palacio de Justicia.
3.
Pere Carbonell y Manei Fuxà, Famas aladas en los extremos del relieve de Torquat Tasso, Arco de Triunfo de Barcelona, 1888.
Foto: Yearofthedragon.
Otro grupo de profesores académicos mantenía una postura muy diferente a la encabezada
por Carbonell. En primer lugar, hay que destacar al pintor Vicenç Climent i Navarro
(ca. 1872-1923). Su discurso82 es relevante porque pone de manifiesto el debate entre modernidad y tradición que
existía en el seno de la Escuela, y del que también eran partícipes los alumnos. Climent
estaba consciente de que, desde algunos sectores de la sociedad y desde el propio
alumnado, se proyectaba la idea de la Escuela como institución anticuada y que había
perdido su utilidad. Precisaba que los estudiantes disconformes constituían un grupo
reducido, pero con cualidades artísticas y, por este motivo, quería dejar claro que
la variedad y riqueza de los docentes eran garantía para la independencia de los que
se allí se formaban. Lejos de presentar una visión única y uniforme de la Escuela,
Climent la describe como orgánica y permeable.
Josep Maria Tamburini i Dalmau (1856-1932) fue, sin duda, una de las personas que
tenía en mente Climent cuando se refería a la diversidad de la Escuela. En su discurso
de 1904,83 Tamburini, que era pintor y también impartía clases en la institución, hablaba de
un ideal, pero, en contraposición a los preceptos defendidos por Torras i Bages, éste
no era único ni trascendente, alcanzable sólo a partir de reglas limitadoras sino
esencialmente diverso y libre. Hay que recordar, antes de analizar con más detalle
dicho discurso, que Tamburini se había iniciado en la corriente idealista a partir
de la década de 1890, atraído por el romanticismo de la hermandad prerrafaelita y
el simbolismo que empezaban a llegar a Cataluña. El pintor supo así aprovechar los
nuevos recursos estéticos para poder captar la naturaleza de manera subjetiva y cultivar
una visión sentimental, sugestiva y amable, dotada de una fuerte carga simbólica y
literaria. No resulta extraño, pues, que a su llegada a la Academia, Tamburini no
sólo defendiera un arte de tipo ideal, sino que, como veremos, incluso hablara elogiosamente
de determinadas corrientes simbolistas que habían sido criticadas con dureza por Torras
i Bages.84
Asimismo, Tamburini hizo un alegato en favor de la individualidad y el temperamento
del artista. Para él, el Arte en mayúsculas era, precisamente, lo que dejaba sentir el impulso y el carácter de
quien había creado las academias. Para él, a diferencia de lo que pensaban Carbonell
o Ávila, no existía un único ideal al que debían aspirar los artistas, sino que éste
"es múltiple y vario como la naturaleza; libre como debe serlo el Arte".85 Tampoco había una visión única en el plantel de maestros de la Escuela, una falta
de uniformidad que él consideraba necesaria para el buen desarrollo de las artes.86 Era muy claro en sus consejos a los artistas noveles: éstos no debían sacrificar
sus propias iniciativas e intuiciones en función de lo que dictaban naturaleza y sociedad,87 sino que tenían que considerar imprescindibles tanto la imaginación como la sinceridad.88 Exhortaba a los artistas, de todas las disciplinas, a luchar por su perfeccionamiento,
para desvincularse de elementos aprendidos o acercarse a influencias concretas que
les ayudaran a exteriorizar elementos personales. Tamburini efectuaba un repaso a
los movimientos y tendencias que consideraba interesantes, desde el paisajismo naturalista
y el realismo de Courbet y Manet, hasta el simbolismo y el impresionismo, pasando
por los prerrafaelitas.89 En cuanto al arte de su momento, el autor se mostraba optimista. Rechazaba el convencionalismo
fruto del neoclasicismo que otros profesores académicos también habían criticado.90
Del arte de su momento, Tamburini destacaba la capacidad de adaptación a las necesidades
sociales y la convivencia de ideales distintos en su seno. Así, a su parecer persistían
todavía las influencias de Diego Velázquez, mientras crecía el aprecio por Francisco
de Goya (1746-1828) y por El Greco (1541-1614), y se abrían paso el japonismo y el
goticismo en la ornamentación. Finalmente, subrayaba como positivo el influjo del
británico Aubrey Beardsley (1872-1898), los prerrafaelitas, el arte del siglo xvin
o de pintores simbolistas como el suizo Arnold Bócklin (1827-1901). Todos ellos, presentados
en su discurso como punto de partida para los jóvenes autores que querían singularizarse.91 La pintura de Tamburini, caracterizada por un simbolismo de tipo idealista -o, utilizando
las mencionadas palabras de Alexandre Cirici, de "ala blanca"-, muestra la influencia
de estas tendencias.
El discurso de Josep Maria Tamburini apunta hacia una línea ideológica que pretende
escapar de la tradición, de los convencionalismos y de las normas limitativas, al
tiempo que se hace eco y promueve las corrientes innovadoras que en ese momento estaban
en boga. En su afán de modernidad iría así mucho más lejos que Torras i Bages, aunque,
como apunta Jaume Soler,92 su atrevimiento se manifestaba mucho más en el aspecto teórico que en su propia praxis
artística. Cercano a este planteamiento, Antoni Parera compartía con Tamburini su
creencia en la necesidad de que los artistas en formación exploraran libremente los
estilos y las influencias. En su discurso, les recordaba que tan sólo ellos podían
construir el carácter de sus obras, aunque les advertía contra los peligros del egotismo,
que consideraba igualmente pernicioso.93
Consideramos igualmente importante hacer referencia al discurso que hizo, en 1908,
el arquitecto Manuel Vega i March (1871-1931). Pese a que se escapa de los límites
cronológicos que nos hemos marcado, no queremos dejar de mencionarlo, puesto que es
testigo de cómo las ideas de Tamburini y Parera tuvieron continuidad. Vega, al referirse
de nuevo a los alumnos becados, los exhortaba a no ser "modernistas, ni clásicos,
ni románticos; no os agrupeis [sic] bajo etiquetas: sed simplemente artísticos: no os agrupeis [sic] bajo etiquetas;
sed simplemente artistas: nutríos sin cesar de Conocimientos; no desdeñéis ninguna
fuente de belleza ni en las obras del hombre ni en las de la Creación".94 Según Vega, el artista no debía dejarse influir por ninguna moda establecida o afán
de imitación, sino que debía mantener una actitud abierta hacia la diversidad de tendencias
existentes, ya que la variedad, tanto en el arte como en la naturaleza, enriquece
al espíritu.
Consideraciones finales
En este artículo hemos tratado de contribuir al conocimiento de las artes en la época
del modernismo. No nos centramos en el estudio del objeto, sino a partir de un corpus teórico procedente de la Academia de Bellas Artes de Barcelona, en la evolución de
la disciplina a finales del siglo XIX; ahondamos en un tema poco tratado, arrojando
luz sobre materiales poco conocidos y, en ocasiones, incluso de difícil acceso. En
estos términos, la reflexión en torno a la evolución de la escultura del periodo nos
permite aportar a la comprensión de los procesos mediante los cuales penetran las
corrientes artísticas en el país, cómo son interpretadas y manejadas, y con qué filtros
se transmiten a generaciones posteriores de artistas. Es innegable que la academia,
en el caso barcelonés, ejerce gran influencia sobre la práctica y la docencia de las
artes a finales del siglo XIX, y que varios de los presupuestos que defiende también
se encuentran concretados sobre piedra, en la escultura pública. Lo que propone este
artículo es que dichos presupuestos, lejos de ser únicos, eran variados, heterogéneos,
mutables, y que varios de ellos demostraban una clara apertura hacia las corrientes
más innovadores y en boga de finales de siglo, como es el simbolismo. Y ello es sustancial,
puesto que sustenta otra idea de lo que es la academia y el arte académico.
Conocer los discursos de los académicos de la Barcelona finisecular, sean profesores
o no, es descubrir que en el seno de la academia convivían distintas voces, que defendían
postulados a veces diametralmente opuestos. Y es también conocer cómo, a diferencia
de lo que sostiene la historiografía más convencional, la mayor parte de académicos
docentes denostaban el aprendizaje a través de la copia y exhortaban a sus alumnos
a hallar una expresión propia. Es razonable suponer que dicho fenómeno no se limita
a la Academia de Barcelona, sino que es probable que pueda demostrarse que otros centros,
tanto en el contexto europeo como en el americano, no fueron ni uniformes ni estancos,
sino universos vivos y permeables; en definitiva, que no sólo fueran susceptibles
de recibir influencias, sino también de incidir en las manifestaciones artísticas
menos tradicionales.
En la consolidación del lenguaje escultórico del modernismo, determinada por la confluencia
de diversos factores, la Academia también jugó su papel. Esto se evidencia en la carrera
y la obra de Josep Llimona, Eusebi Arnau y Rossend Nobas. Algunos académicos participaron
en la importación de tendencias como el romanticismo nazareno, tal como refleja el
análisis de la obra de Felip Bertran, o, más adelante, el simbolismo, a través de
Josep Maria Tamburini. Ambas corrientes contribuyeron, en su confluencia, al modernismo.
Por otro lado, resulta evidente que un sector preponderante de los profesores académicos
defendieron un arte siempre a tono con una vocación ética y moral, en la que insisten
Pere Carbonell o Tiberio Ávila, entre otros, y que representa un denominador común
en el panorama escultórico de la época modernista, patente desde los proyectos religiosos,
como en las estatuas de la Exposición Universal, y también en los monumentos conmemorativos.
Otros académicos preconizaron la modernidad simplemente, al abogar por una sencillez
compositiva y el abandono de fórmulas decorativas convencionales, como General Guitart.
Precisamente, el abandono de las fórmulas del pasado es el factor en el que más coinciden
los académicos del momento, sea cual fuere su ideología. Los discursos de los arquitectos,
Rovira i Rabassa o Antoni Parera, permiten que entendamos los presupuestos que rigen
la escultura aplicada modernista, al revestir las formas sin esconder totalmente la
estructura -recordemos la importancia de materiales como el hierro y el cristal en
el desarrollo de la arquitectura de la segunda mitad del siglo XIX.
Pese a que se escapa de los objetivos y alcances de este artículo al analizar con
detalle la escultura modernista como objeto, confiamos en que los datos aquí expuestos,
que responden al ámbito teórico, puedan alentar investigaciones posteriores que sobrepasen
estos límites para adentrarse en otros campos y en otros espacios. §